¿Qué está pasando para que la vieja y minoritaria ultraderecha española, condenada a la práctica extinción tras la muerte de Franco, esté recobrando el oxígeno perdido? Hay numerosos factores que explican este revival neofascista en nuestro país. Sin duda, la crisis económica brutal que ha sufrido España desde el año 2008, y que provocó casi seis millones de parados en los meses más duros de 2012, ha sido un caldo de cultivo perfecto para que miles de personas desesperadas hayan buscado una solución a sus problemas cotidianos en organizaciones de extrema derecha. El fenómeno es muy parecido a lo que sucedió en todo el mundo tras el crack del 29 del siglo pasado y el consiguiente ascenso de los fascismos en toda Europa. Otros factores como la corrupción de cargos públicos, el descrédito de la democracia, la desafección del ciudadano hacia la política, el hundimiento del Estado del Bienestar por los recortes del Gobierno, el miedo y el desprecio al inmigrante, la enorme brecha que se ha abierto entre clases sociales (generando cada vez mayor desigualdad), el avance del movimiento populista de ultraderecha en Estados Unidos y Europa, el azote del terrorismo islamista y el proceso de independencia en Cataluña también han contribuido a abonar el terreno a los nuevos ideólogos del neofascismo antisistema.
La extrema derecha española ha sido tradicionalmente dependiente de la figura todopoderosa de Franco. Quizá, por esa sumisión total al líder, estos partidos cayeron en decadencia tras la muerte del dictador, pese a que existía y sigue existiendo un amplio espectro sociológico ultranacionalista en nuestro país. Aquello que se dio en llamar el “búnker” –falangistas, militares, sectores duros de la Iglesia y la Fuerza Nueva de Blas Piñar, recientemente fallecido, aglutinados en un mismo proyecto− no consiguió movilizar a su electorado en los años del tardofranquismo, pese a que lograron un parlamentario en la primera legislatura. El hundimiento definitivo del movimiento ultra en España llegaría el 24 de enero de 1977, cuando pistoleros de un comando de extrema derecha asesinaron a tiros a cinco abogados laboralistas de un despacho de Atocha. Hace poco se acaban de cumplir 40 años de aquel crimen horrendo que provocó la repulsa de toda la sociedad española (al entierro acudieron más de cien mil personas) y que agilizó los trámites para la inevitable legalización del Partido Comunista de España. Desde ese mismo momento, el movimiento ultra fue condenado al destierro.
Miguel Urbán, diputado de Podemos y autor del libro El viejo fascismo y la nueva derecha radical, considera que varios factores explicarían el fracaso de la extrema derecha posfranquista de los años 70 y 80: “la dispersión en numerosas tendencias, la pérdida de representación parlamentaria (Blas Piñar dejó de ser diputado en 1982) la falta de líderes con carisma, una base social difusa, la ausencia de un discurso renovado y sobre todo la consolidación de Alianza Popular (AP), el partido de Manuel Fraga, como referente de la derecha y la extrema derecha en España”. Durante años, los grupos ultras quedaron relegados a la marginalidad, no pasaron de ser un residuo reducido de nostálgicos estigmatizados por la dictadura, algo así como friquis uniformados con camisas azules y boinas rojas que, brazo en alto y entonando el Cara al Sol, se reunían en el Valle de los Caídos cada 20 de noviembre para organizar misas en memoria del dictador.
Pero eso era cuando Aznar ganaba elecciones sin despeinarse en toda España. Hoy los tiempos han cambiado. Los casos de corrupción han pasado factura al partido, que se ha descalabrado en las últimas citas electorales. El divorcio entre Aznar y Mariano Rajoy ha agitado el fantasma de la división en un partido que parecía de una fortaleza granítica y los populares han perdido parte de la hegemonía a manos de Ciudadanos. El supuesto final del bipartidismo y la crisis general del sistema político español del 78 han dado paso a nuevas formaciones políticas, tanto a la izquierda del PSOE como a la derecha del PP. Y esa fragmentación ha favorecido la aparición de nuevos partidos radicales, alternativas de corte ultraderechista. A río democrático revuelto ganancia de pescadores populistas y salvapatrias. El simpatizante de extrema derecha ya no siente pudor al expresarlo en público –como sucedía con los nostálgicos tras la muerte de Franco– y saca pecho y orgullo de raza al comprobar que Marine Le Pen se acerca al poder en Francia, que los nazis avanzan en Alemania y Austria, que el Reino Unido se repliega en el Brexit y en el desprecio más absoluto al extranjero y que Bruselas aplica fuertes medidas represivas contra los refugiados. Hasta un ultranacionalista xenófobo como Donald Trump ocupa la Casa Blanca. “¿Veis? Hitler tenía razón”, debe pensar un ultraderechista de hoy.
La coyuntura política actual da aire a los partidos ultras españoles, que ya en las elecciones municipales de 2007, poco antes de estallar la crisis económica, registraron un fuerte repunte en número de votos. En aquella cita electoral, al menos 50 candidatos pertenecientes a partidos de ideología ultraderechista consiguieron el acta de concejal en diversos municipios del país. De esta manera, partidos xenófobos, aunque lejos aún de lograr el poder, aumentaban su presencia en los ayuntamientos respecto a los resultados obtenidos en 2003. La mayor sorpresa la dieron Plataforma per Catalunya (PxC), que pasó de 6 a 17 concejales en 14 localidades catalanas (cuatro años más tarde seguiría mejorando hasta lograr 67 concejales en 40 ayuntamientos) y España 2000, que consiguió entrar en varios municipios valencianos. La maquinaria se había puesto en marcha, solo faltaba la gasolina. Y el combustible iba a llegar con la crisis económica que estalló en 2008.