El género cinematográfico llamado Spaghetti western fue prolífico durante algo más de una década. Inundó los cines europeos de muertos, venganzas, personajes despreciables y fue repudiado por el mundo anglosajón y la crítica que se la suele sujetar con papel de fumar. En EEUU, salvo alguna incursión de la trilogía del dólar de Sergio Leone, el subgénero no cuajó en las personas. Normal pues era todo lo contrario al western facturado en Hollywood, ese que gustaba a las mentes custodias de la mundialización estadounidense, y muy lejano de los símbolos que al otro lado del charco facturaban. En términos generales se puede decir que el Spaghetti western era completamente contrahegemónico, completamente antiestadounidense aunque paradójicamente se servía de las fuentes de lo estadounidense.
Desde tiempos inmemoriales las imágenes se han utilizado como representación de la ideología dominante –fuese la que fuese, en el grupo que fuese-, como justificación del dominio y, en ocasiones, como mecanismo revolucionario frente a una u otra dominación. Habiendo una gran mayoría de personas analfabetas no quedaba otra que utilizar la imaginería para dominar o sublevar. Unas imágenes que entroncaban con ciertos mitos puestos en circulación desde lo político y lo religioso y que eran ofrecidos por los teatros andantes, los cuentacuentos o los clérigos. Esos mismos mecanismos fueron implantados en el arte cinematográfico (recuérdense las películas propagandistas de dictaduras y totalitarismos) para convencer, dominar y legitimar. El cine se convirtió, antes de la televisión, en el gran canal propagandístico de los diferentes poderes en lucha en las sociedades del siglo XX. Y como todo mecanismo de producción y reproducción de relaciones sociales sirvió a los intereses de cada cual, en lo que respecta a este artículo a la mundialización que comenzaba la potencia imperial de aquellos años: los EEUU.
Todos los mitos sobre lo magníficos que eran los EEUU se trasladaron al cine. En el bélico es patente que jamás aparezcan las tropas soviéticas liberando la Europa del norte (ha llegado casi hasta nuestros días en una película como La vida es bella de Roberto Benigni donde un tanque estadounidense entra en Auschwitz, algo que jamás se produjo ni por cercanía). Pero es el en western donde más colocaron su propaganda imperialista y moral. Las películas del oeste facturadas en Hollywood siempre presentan a personajes heroicos, ejemplos de justicia y que luchan contra las fuerzas del mal. En El hombre que mató a Liberty Balance el personaje de James Stewart cumple todos los estereotipos, por ejemplo. Sobra decir que el gran vaquero del cine, John Wayne, transmitió todos los valores morales de la sociedad estadounidense, así como toda su hipocresía. Todos esos personajes servían para vender que la expansión cultural –lo que luego se conocería como macdonalización- era beneficiosa para el mundo. Más tarde Sylverster Stallone cumpliría un papel similar en ciertas películas.
Los indígenas eran aniquilados hasta casi su extinción por ser malos salvajes y no aceptar el buenismo y el progreso que llevaban los usurpadores de la propiedad. El general Custer sólo tuvo mala suerte cuenta la leyenda pero que fuese un inútil, ególatra y amoral, como ha demostrado la historia, no podía aparece en las películas. No sólo había que dominar a los propios estadounidenses sino extender por el mundo la moralidad impecable de los EEUU. Hacer y ser como los estadounidenses pasaba a ser mítica, simbólica e imaginativamente lo ideal. Un imperio en construcción con toda su propaganda ideológica en pleno funcionamiento en algo tan posiblemente banal como películas del oeste. Los buenos, símbolo de EEUU, eran muy buenos y si habían cometido algún pecadillo quedaban redimidos y los malos eran horripilantes. Salvo Sam Peckinpah y su filme Grupo salvaje, casi todo el cine del oeste servía de propaganda. Más allá de si fuesen buenas o malas películas (recuérdese que Audie Murphy, el vaquero bueno, fue un héroe de guerra yanqui).
Por el contrario el spaghetti western reunía justo todo lo contrario. Personajes despreciables, caraduras, aprovechados, amorales que hacían cosas despreciables y amorales. Recordaba hace muchos años Fernando Sancho que en sus películas había matado a más de mil personas y que él mismo había muerto unas cuarenta. Eso era lo normal del spaghetti western, matar gente como si no hubiese otra cosa que hacer, en muchas ocasiones sin venir a cuento o por un quítame esas pajas. Personajes como Django (Franco Nero o Anthony Streffen), Sábata (Lee Van Cleef), Sartana (Gianni Garko o William Berger) y demás antihéores del spaghetti western no encarnaban modelos de conducta. Películas con títulos como “Una tumba para el sheriff”, “La muerte cumple condena”, “Las pistolas cantaron a muerte”, “Dos hombres van a morir”, “Los despiadados”, “Los días de la ira”, “Voy… lo mato y vuelvo”, “7 Winchester para una matanza”, “Mátalos y vuelve”, “Lo quiero muerto”, “Salario para matar”, “Si te encuentras con Sartana ruega por tu muerte”, “Vivos o preferiblemente muertos”, “Reza por tu alma… y muere” o “Abre tu fosa, amigo… llega Sábata” son el mejor indicativo del sentido inherente a este tipo de películas. Profesionales españoles como Rafael Romero Marchent intentaron facturar westerns clásicos (con Jesús Puente ejerciendo de sheriff bueno), pero fueron las menos en contraposición al nihilismo del resto de producciones. Actores como Eduardo Fajardo que en las películas “españolas” hacía papeles de buen padre, católico, fervoroso y siguiendo los principios del Movimiento, en los spaghetti westerns era malo malísimo y despiadado.
Ese contrahegemonismo ¿fue premeditado? En principio, pese a que muchos de los guionistas, actores y compositores (Ennio Morricone era del PCI) entrarían en la catalogación de izquierdistas, en realidad fue más espontáneo en el sentido de hacer películas del oeste pero con la visión europea. Eurocentrismo frente a imperialismo no tanto como lucha cultural en sí sino como rebeldía ante lo dado, ante lo impuesto, ante la llegada de unos valores que en nada se parecían a los propios. En el spaghetti western no hay buenos y malos, todos son unos canallas. Algunos tienen pueden tener un momento de luz ética (verse arrastrados contra una maldad superior a la propia), pero no dejan de asumir que son como son. De hecho, paradójicamente, los personajes europeos son mucho más individualistas que los estadounidenses. Son mucho más libertarios si se prefiere. Y desde luego mucho más ácratas, algo que la propaganda imperial no podía utilizar. No hay atisbo alguno en el eurowestern de luteranismo o baptismo, tampoco demasiado catolicismo (salvo alguna excepción); tampoco el individualismo es calvinista, ni se busca algún tipo de redención en sí. Las clásicas venganzas no sólo eran contra el más malvado sino contra todo el mundo en sí. Esto no podía transmitirse en el western estadounidense porque la legitimación del imperialismo no hubiese funcionado, habrían estado transmitiendo una rebeldía que no les era aconsejable a sus intereses. En Europa se estaba removiendo todo por dentro y esa rebeldía (que tendría su reflejo en la sociedad) reflejaba perfectamente un estado de ánimo general.
Visto así, someramente, era normal que el spaghetti western (casi todo hecho en España, una dictadura, curiosamente) no calase en EEUU. Este tipo de películas suponían un choque cultural tremendo pues no dejaba en buen lugar a sus ciudadanos, a sus gobiernos, ni a sus mitos. Ni las películas del oeste de allí reflejan una realidad, ni las de aquí son más verdaderas. Eran dos máquinas de inculcar imágenes, símbolos, mitos para condicionar a las personas. Unas de aceptación del poder oligárquico e imperial, otras como rebeldía a lo constituido. Sin quererlo el spaghetti western se convirtió en un fenómeno contracultural y contrahegemónico. Una forma de ver al otro imperial despojado de sus símbolos y mitos, de mostrarlo con su cara amoral y despreciable (como mostrarían en todas las guerras e invasiones en las que han participado desde el final de la II Guerra Mundial). Mientras desde EEUU intentaban adornar sus acciones con el halo de la Justicia (siguen haciéndolo), de la guerra justa, del bien profundo, desde Europa se les presentaba como personajes con dobleces, con intenciones aviesas, sin moral, ventajistas, usurpadores o carentes de escrúpulos. La guerra de todos contra todos sin edulcorar.
Hoy en día este tipo de películas tienen sus seguidores y hasta existen numerosos grupos en las redes sociales donde se homenajea a directores y actores, un revival europeo que igual tiene algo que ver con la tercera oleada de legitimación y adoctrinamiento (especialmente con los canales de series y las propias series). Lo que es evidente es que en EEUU este tipo de películas siguen sin calar porque han sido adoctrinados en otro sentido. Incluso un director como Quentin Tarantino, que se confiesa admirador del género, no ha sabido captar la esencia de esas películas. Se queda en la violencia sin más sin profundizar en lo que ha hecho diferente al spaghetti western en contraposición al estadounidense. En su homenaje Django desencadenado, el personaje principal es un prototipo de héroe (jugando además con su color de piel como mecanismo redentor) que busca venganza sí, pero que no tiene atisbo de maldad (un poco parecido al coronel Mortimer de La muerte tenía un precio) o de caradura. Va a vengarse y ya. Aun así es lo más cercano al espíritu del género que se ha rodado en los últimos tiempos. Hoy en día el buenismo no permitiría este tipo de violencia y maldad desatada, ni una crítica al Imperio tan desnuda. La izquierda europea, tan caviar en algunas ocasiones, detestó este tipo de películas, las cuales hicieron más por la contrahegemonía y la contracultura que todas esas sandeces que se publicaban y hacían. Hoy protestan con batukadas, así que es comprensible todo. No hay nada mejor que atacar al enemigo con sus armas y todas estas gentes lo hicieron.