Como en los peores tiempos de la Edad Media, el ruido de sables y el olor a veneno han vuelto al Vaticano. Algunos obispos de la curia de Roma han visto en los recientes casos de pederastia descubiertos en diócesis de todo el mundo una oportunidad única para derrocar a Francisco, ese papa al que muchos prelados odian por haber tratado de abolir el boato de la herencia imperial y devolver el cristianismo a sus orígenes. La conjura de los purpurados se destapó en el último viaje de Francisco a Irlanda, epicentro del escándalo de pedofilia que ha sacudido los cimientos de la iglesia de Pedro, cuando el arzobispo y ex nuncio de Estados Unidos, Carlo Maria Viganò, acusó a Francisco de estar al corriente, e incluso de encubrir, los abusos a menores del cardenal norteamericano Theodore McCarrick. El papa, lejos de entrar al trapo de la carta de 11 páginas firmada por Viganò, ha contestado a través de la prensa de una forma críptica, indirecta, cuanto menos poco clara: “Lea detenidamente el documento y juzgue por sí mismo. No diré una palabra sobre eso, creo que la declaración habla por sí misma”. La respuesta del sumo pontífice ha dejado serias dudas en el aire sobre el grado de conocimiento que tenía acerca de los crímenes sexuales supuestamente cometidos por McCarrick.
Pero en cualquier caso, y más allá del asunto puntual de la misiva incendiaria de Viganò, lo que parece confirmarse es que había una guerra soterrada en la jerarquía vaticana desde el mismo momento en que hubo “fumata” blanca y Bergoglio salió al balcón de la Plaza de San Pedro investido con el anillo del Pescador. Algunos no le perdonan a Francisco la cruzada particular que desde el primer momento de su mandato inició contra la “mundanidad” del clero y la ostentación de riquezas en la que había caído la Iglesia católica. Desde su llegada, Bergoglio no solo ha apostado sin concesiones por la creación de una comisión especial para la protección de los menores víctimas de abusos sexuales y para la lucha contra los curas pedófilos, sino que también ha propuesto la creación de tres comisiones de investigación sobre los turbios asuntos económicos de la Santa Sede, no solo los que tienen que ver con la banca y las finanzas vaticanas sino los que afectan al sistema administrativo de la Iglesia (que había caído en el despilfarro y la corrupción). Francisco es ese papa al que algunos no perdonan que haya querido imponer unos presupuestos económicos austeros alejados de toda ostentación y que haya puesto en orden las finanzas vaticanas, además de mejorar el uso de los recursos e impulsar importantes programas sociales destinados a trabajar con los pobres y marginados. Hay quien asegura que en su plan de gobierno está iniciar los trámites para terminar de una vez por todas con el celibato de los curas (de manera que en el futuro podrían contraer matrimonio) e impulsar el papel femenino en la organización eclesial, permitiendo la ordenación de mujeres sacerdotes. ¿Se lo permitirán las fuerzas misteriosas y oscuras que ahora parecen conjurarse contra él?
En el último turbulento viaje a Irlanda, el papa ha pedido perdón por los “abusos de poder, de conciencia y sexuales” cometidos por “miembros cualificados” de la Iglesia de ese país desde hace décadas. Esta petición de disculpas, que ha debido sentar como un tiro en según qué círculos vaticanos, no ha sido suficiente para Viganò, que pide la renuncia de Francisco a su alto ministerio.
Pero Viganò no parece actuar en solitario. Desde su llegada al trono de Roma Francisco ha ido dejando un rosario de cadáveres políticos que ahora se revuelven contra él. Su supuesta permisividad contra la pederastia de los últimos años no parece avalada por los datos y se antoja un mero pretexto de los sectores más conservadores de la Iglesia católica, una excusa fácil, una cicuta que bien suministrada en el cáliz de su santidad puede causar el efecto deseado, que no es otro que obtener la definitiva dimisión de un papa que llegó para levantar las alfombras podridas de los palacios vaticanos y que tras la misiva de Viganò queda en una posición de franca debilidad.
¿Cuál será el siguiente movimiento de los enemigos de Francisco? Todavía no se conoce el alcance exacto de la carta de Viganò, ni siquiera hasta dónde llega la conspiración contra Bergoglio, pero el episodio parece bien tramado y orquestado desde las altas esferas de la curia. Quizá Viganò, un arzobispo de difícil carácter que ya estuvo en el centro del escándalo ‘Vatileaks’, no sea más que la mano que mece la cuna. De hecho, de él se cuenta que tras haber pasado por el Governatorato de la Ciudad del Vaticano y la Secretaría de Estado acumula dosieres e información sensible suficiente como para arruinar la vida de muchos prelados de la jerarquía católica. De ser así, las cloacas vaticanas estarían funcionando ya a pleno rendimiento.
Viganò, por sí solo, parece tener bastante material para derribar al sumo pontífice pero no se puede descartar que no sea más que el pirómano elegido por un movimiento neoconservador mucho más organizado al que las ventanas abiertas y el aire fresco, el control del derroche y la fastuosidad de muchos obispos, la vuelta a la iglesia de los pobres y las reformas en profundidad –como ese nuevo Concilio Vaticano II que parece estar preparándose a corto plazo– producen una urticaria insoportable. De cualquier forma el olor a azufre que se extiende por los pasillos de San Pedro últimamente solo puede tener una explicación lógica: el maligno ha salido de su escondite y se mueve ya muy cerca de Su Santidad.