«Tu es Petrus, et super hanc petram ædificabo Ecclesiam meam» (Mt 16, 15-19).
Así le dijo Jesucristo a Simón Bar Jona bautizándole como Pedro y entregándole el «mando» de la Iglesia cristiana —insistió en ello al pedirle, en la tercera ocasión en que se presentó a los apóstoles, que apacentase a sus ovejas (Jn 21, 17)—. Hoy se encierran los cardenales electores en la Capilla Sixtina para elegir al sucesor de aquel. Un Cónclave que viene envuelto en demasiado ruido externo, mundano, ideologizado e interesado no solo por los paganos sino por los propios católicos. Especialmente aquellos que no pueden quitarse de encima la teología política que se han ido construyendo. Acaban proyectando sobre el Evangelio, en vez de aprender de él, sus propios posicionamientos ideológicos, ya sean más políticos, más sociales o más eclesiológicos.
Volvamos en el tiempo a 1968 cuando se estrenó la película Las sandalias del pescador. Anthony Quinn/obispo Kyril Lakota —preso político en la URSS al que se concede la libertad y al que el propio secretario general del PCUS y presidente de la URSS, personaje encarnado por Laurence Olivier, reconoce no haber vencido al no destruir su fe— debe tomar la decisión de evitar una guerra mundial por la hambruna de la China maoísta. Tras diversos dimes y diretes —que incluyen un debate teológico con el padre Telemond (Oskar Werner) habla con los cardenales y les expone que la Iglesia católica debería utilizar el dinero que tiene para paliar en algo la hambruna. Algunos cardenales le exponen que eso significaría pasarlas canutas, otros le apoyan pero sin mucho entusiasmo —una crítica encubierta al clericalismo—, pero al final el cardenal Leone (Leo McKern), quien había esperado ser elegido por su ortodoxia, le dice «Tu es Petrus» y te seguiremos.
Eso es lo que debería suceder al finalizar el Cónclave sin estar viendo si el electo es más o menos del gusto de cada cual. Debería clavarse en el corazón de cada católico que quien sea el próximo pontífice es Pedro, sin más. Da igual que la prensa le haya situado entre los conservadores o los liberales —con mucha perspicacia e ironía Joseph Ratzinger afirmaba en 1968 que los «bandos» eran entre misioneros y conservadores—, da igual de dónde venga o como rece, «es Pedro». Y eso, sin caer en la papolatría, debe ser lo que importe a los católicos. Papas buenos y malos ha habido sin duda pero es algo que ha venido así por algún tipo de designio y producto del libre albedrío que Dios ha otorgado al ser humano.
Luego se verá si el electo como nuevo Papa hace unas obras mejores o peores. Lo que debe hacer es ser cristocéntrico, apoyarse en el evangelio, el magisterio y la doctrina, cuestiones que al ser humanas —cuando menos la interpretación— pueden llevar a errores o aciertos. No se sabe. El papa Benedicto XVI, si se leen sus encíclicas y sus libros anteriores, era catalogado de panzerkardinal pero en realidad era más «progresista» que muchos de los que le loaban. En lo que no transigía era en lo fundamental de la fe y la doctrina, como debe hacer cualquier pontífice, el resto había que tener claro que Cristo es todo en todo y en todos. Quien salga elegido «es Pedro» y deberá apacentar a las ovejas del Señor y acudir a buscar a las descarriadas.
Ayer mismo Ricardo Calleja publicó una muy interesante columna en Abc (¿Un Papa conservador o progresista?) donde exponía sus preferencias, que son las de la mayoría de los católicos, sobre el perfil y las obras del próximo pontífice. Allí afirma, tras criticar esa división, existente, entre conservadores y progresistas —calificada acertadamente de hemiplejia—, que se debería asimilar plenamente el Concilio Vaticano II y comenzar a dar más sitio a los laicos, dentro de su pluralismo de visiones —porque los hijos e hijas del Padre son plurales—, para la evangelización de las estructuras terrenas. Para ello debe desterrarse el clericalismo, progresista o conservador, donde la jerarquía se autocontengan predicando la radicalidad cristiana sin establecer cómo han de vivir los fieles esa radicalidad. El camino hacia la santidad personal a la que todos están llamados no es unívoca.
Se podrían añadir otras muchas cosas como algún que otro purpurado ha afirmado en las Congregaciones Generales. Un pontífice que una y no divida. Un pontífice que también sea consciente de lo estructural. Un pontífice tan moderado o no como requiera la situación respecto al mundo político pues tiene tras de sí una potente Doctrina Social de la Iglesia. Un pontífice que continúe con la sinodalidad, esto es, tener en cuenta las opiniones de sus cardenales y de los laicos rechazando el absolutismo —como san Pedro hizo en los primeros sínodos— y que llevaría a una papolatría. Desarrollar, como afirma Calleja y como bien reconoció el papa Benedicto, el Concilio Vaticano II en muchos aspectos que se han quedado estancados. Podrían añadirse más cuestiones sin llegar a los extremos, pero lo fundamental es que quien salga al balcón tras el Habemus papam será para cualquier católico «Pedro». Sin esto no hay catolicismo.