El derecho constitucional se ocupa de las constituciones existentes y su tarea principal es determinar lo que las cartas magnas permiten o prohíben. Los constitucionalistas se ocupan de explicar por qué las constituciones son como son. Son, junto con los altos magistrados, los “oráculos” que nos dicen qué está bien y qué está mal.
A veces, sin embargo, estos “augures” nos engañan interesadamente, y presentan la Constitución existente como la única posible. El fraude puede darse respecto a cualquier texto constitucional, pero parece evidente que la discusión actual está en relación con la Constitución española de 1978 y un Código Penal que se estira como un chicle, si a nuestros “adivinos” les interesa.
Quizás lo más sorprendente de la actual Constitución Española es que carece de mecanismos fáciles que permitan modificarla de una forma transparente. Su estructura interna es, pues, la propia de las constituciones impuestas, aunque no lo es, según nos juran esos mismos “profetas”, quienes se llenan la boca, al mismo tiempo, de lo que llaman la “soberanía nacional”, una especie de talismán que parece lo justifica todo.
Entre el constitucionalismo y la soberanía nacional se ha dado, pues, un matrimonio de conveniencia que justifica con grandes alharacas los aciertos y el progreso de nuestra sociedad y esconde bajo el felpudo sus desaciertos y debilidades. “Hereje, apóstata, renegado, sectario, blasfemo e iconoclasta” es quien no piensa como los que interpretan y detentan el poder, y se otorgan la propiedad de “la verdad”.
Pero vayamos a la génesis del problema:
Cuando se formula la Constitución de 1978 se redacta desde el concepto de las constituciones clásicas, pero sin prever dos cosas:
- La facilidad de poder cambiar su articulado (estructura de Constitución impuesta), y
- La interesada falta de previsión para los grandes cambios que la sociedad española iba a sufrir. Interesada falta de previsión fruto del exacerbado proteccionismo de algunas clases sociales con “mando en plaza” (ruido de sables, ruido de togas, iglesia, grupos mediáticos, bancos…) Pero ese mundo de mediados de siglo pasado, con una transición de cartón piedra, se ha desfondado por la irrupción de nuestra sociedad dentro del marco de leyes y derechos europeos.
De los pilares clásicos de una constitución soberana, en poco tiempo han desaparecido conceptos y valores hasta ahora tan sólidos como: frontera, ejército, impuestos, política económica y fiscal o moneda. Otros están en camino de uniformarse, previa cesión a la UE de competencias y soberanía, quedando sometidos a profunda revisión y uniformización comunitaria, como el derecho, la policía, la propiedad, los procedimientos civiles, penales y administrativos o las relaciones laborales.
Y es que estamos ya en la Unión Europea, para lo bueno y para lo malo.
Si estos pilares constitucionales han desaparecido, afirmar que la Constitución ampara o regula un tema determinado ya cedido en su soberanía a la UE, es del todo absurdo. Y usar elementos punitivos, más allá de la competencia delegada recibida por parte de la UE, es ilógico.
En este momento, más del 85% de nuestra vida se regula y se legisla desde la Unión Europea. Eso quiere decir que el 85% de derechos y deberes ya no depende del Estado Español, pues ya no es soberano en esa parte. Ha ido entregando soberanía y recibiendo a su vez competencias (y dinero, mucho dinero), quedando facultado a lo más para poder ejecutar las normas dictadas desde la Unión.
Y esa Unión tiene un alto tribunal.
¿Y qué dice la Jurisprudencia del TJUE?
1) La Sentencia del TJUE de 26-2-13, C399/11, declara que, según jurisprudencia reiterada, «en virtud del principio de primacía del Derecho de la Unión, que es una característica esencial del ordenamiento jurídico de la Unión, la invocación por un Estado miembro de las disposiciones del Derecho nacional, aún si son de rango constitucional, no puede afectar a la eficacia del Derecho de la Unión en el territorio de ese Estado».
Es decir, en aquello que se ha cedido la soberanía a la Unión Europea prevalece la visión y las normas de la Unión sobre el Estado en cuestión, AUNQUE SEA SU TRIBUNAL CONSTITUCIONAL.
El Reino de España lo firmó y ratificó y no puso ninguna tacha ni objeción; y la alta judicatura, y esos constitucionalistas de “pega”, aún no lo han aceptado. Ya no unifican doctrina, ya no son el vértice de la pirámide; sus libros y sentencias, laudatorios de una Constitución (que es lo más parecido a un queso emmental ‒por los agujeros‒) de poco sirven, más que para preservar sus egos. Y eso, vergonzosamente, nuestros “videntes” lo han silenciado.
Cuando se quiere ejercer “esa” soberanía nacional, que ya no se tiene, se le queda a uno cara de Llarena. Es lo que hay.