«No hay comida, ni medicinas, ni futuro», dice una venezolana recién llegada a Colombia desde la frontera de San Antonio de Tachirá. Ya hay casi un millón de venezolanos viviendo en este país tras el naufragio provocado por los casi veinte años de la mal llamada «revolución bolivariana», el mayor fracaso social, político y económico de la historia de América Latina en este siglo. Ni siquiera la isla-prisión de Cuba constituye un desastre de esta magnitud. El hudimiento total en todos los órdenes generado por la dictadura de Chávez y después por Maduro no tiene parangón ni comparación con nada de lo que ha ocurrido en las últimas décadas en el continente.
Venezuela, un país que antaño atraía inmigrantes y era un referente continental en cuanto a su desarrollo, se ha convertido en un barco a punto de hundirse en el mar Caribe. Son ya millones los que se han ido en estos 18 años de fracaso continuado y otros tantos millones se aprestan para abandonar el paraíso socialista fundado a sangre y fuego por la pareja trajicómica y dictadora compuesta por ese irrepetible tándem de Maduro y Chávez. Los datos extraoficiales -en Venezuela ya nada es fiable- hablan de entre dos y tres millones de venezolanos viviendo fuera y puede que en las próximas semanas, si la crisis se agudiza y el régimen se radicaliza aún más, otro millón más se unirá a esta larga lista de abandonos. Ya nadie puede aguntar la situación actual, en esta Venezuela nausebunda lo único predecible es que el caos y la crisis se agudizarán cada día más mientras Maduro siga en el poder.
Si uno viaja a Buenos Aires, Lima, Santiago de Chile o a cualquier ciudad latinoamericana, la imagen es la misma en todas las ciudades: miles de venezolanos pueblan las calles céntricas de estas urbes rebuscándose la vida, bien sea vendiendo arepas venezolanas, ofreciéndote mil y una cosas o simplemente vagando en busca de un destino mejor. Sálvese quien pueda de la Venezuela socialista, el país ya no da para más y el mejor camino es marcharse para siempre. Qué tristeza que la nación que antaño recibiera a millones de extranjeros de todas las nacionalidades -pero especialmente italianos, españoles, portugueses y colombianos- hoy sea el mejor modelo de cómo conducir a un país al mayor colapso social, político y económico en el menor espacio de tiempo y con las políticas más erráticas en todos los aspectos jamás visto.
¿Y cómo ha sido posible llegar a este estado de cosas? Muy fácil: si intervienes en la economía totalmente, imponiendo precios, cerrando los mercados, ahuyentando las inversiones, estableciendo ficticios cambios de moneda y expropiando propiedades agrícolas e industriales, tal como hicieron los Chávez, Maduro y compañía, en muy poco tiempo la economía acaba colapsando, nadie ya invierte ni emprende en nada y la estructura económica se viene abajo. Las recetas del «socialismo del siglo XXI», como llamaba Hugo Chávez a su fracasado recetario, ya habían sido puestas en marcha en la extinta Unión Soviética y en toda la Europa ex comunista con los consabidos fracasos y los desastrosos resultados que todo el mundo conoce sin necesidad de ser un avezado economista. Tan sólo se salvaron de ese absoluto desastre, en cierta medida, países como Hungría y Yugoslavia que mantuvieron un sistema de economía mixta, en que el Estado conservaba casi todos los medios de producción pero permitió algunas formas de economía privada en el comercio, el turismo y el campo, haciendo que en el sistema fluyeran los capitales y los productos al margen de los rígidos controles impuestos por el Estado. Pero, en definitiva, el sistema nunca funcionó bien y las autoridades comunistas de casi todas estas naciones lo sabían.
Chávez, como casi todos los líderes de la revolución bolivariana en el continente, entre los que destacan Evo Morales y Rafael Correa, llevados por su pulsión ideólogica y su odio hacia las ideas políticas y conceptos ideológicos que venían de Europa y los Estados Unidos, cometieron el pecado capital de desdeñar los modelos exitosos de la izquierda europea, como lo fueron el Estado de Bienestar de los países nórdicos, Alemania y el Reino Unido, y querer ver en la Cuba de los Castro el gran paraíso soñado, una suerte de El Dorado llamado a refundar en un legendario y mítico reino el socialismo cuartelero y militarista de la pareja dictadora cubana que arrasó y destruyó (quizá para siempre) a esa isla.
Mientras Caracas arde, Maduro baila Despacito
El resultado, como era lógico, era el de esperar: la destrucción total de la economía venezolana y la creación de un modelo político dictatorial, totalitario y ajeno absolutamente a la modernidad, al mundo de la lógica, la razón y el sentido común. Morales y Correa, al contrario que Chávez y Maduro, mantuvieron la economía privada sin apenas intervenciones del Estado y no hicieron tantas estupideces, en general, con el manejo de sus economías, salvando a ambos países del colapso de sus sistemas.
Hoy, cuando vemos a esos miles de venezolanos desesperados huyendo de sus país con apenas algunas de sus pertenencias, abandonando a la desesperada la patria que pudo ser y que quizá ya nunca será, podemos comprender la perversidad que encierra una ideología funesta, pertubardora en todos los órdenes y absolutamente fracasada en todos los lugares allá donde fue puesta en práctica. En nombre de estas ideas trasnochadas, y con el fin de sentar cátedra para luchar contra el «imperio» y la «derecha parasitaria», ya con la ideología desdibujada y solamente con el anhelo de mantenerse en el poder, el régimen de Maduro trata de sobrevivir para salvar a una casta ajena e impertubarble al dolor de millones de venezolanos.
Así, una vez caída la careta perversa y caricaturesca del «socialismo del siglo XXI» con el que pretendían salvar al mundo, tan sólo ha quedado la mascarada que envuelve la cruda realidad de una narcodictadura salvaje, cruel y brutal en la que su máximo líder, el dictador Maduro, se va pareciendo más y más al Nerón de sus últimos días, caracterizado por su extravagancia, sus patochadas y gusto por la tiranía. Mientras Caracas arde, consumida en el terror y en el horror de su propio régimen, Maduro baila como Nerón, grita como Hitler y gesticula como Mussolini. Es un vulgar patán de feria. Nada hay de grande en él salvo su delirio. Mientras el pueblo venezolano huye por millones, él canta Despacito. Despacito se hunde su mundo mientras crece el dolor de todo un pueblo que ya no puede más que huir porque su ira y dolor -inconmensurables ambos- ya se consumieron hace años.