Vox ya ha llegado al Congreso de los Diputados. No es que la encuesta de ABC que da 19 escaños a la formación ultraespañolista se haya hecho realidad de la noche a la mañana, como en una de esas distopías de la serie Black Mirror. Es que la extraña fiebre verde parece haber contagiado a algunos diputados del PP (y también de Ciudadanos), hasta tal punto que han hecho suyo el programa electoral de la formación ultra.
En efecto, en los últimos meses el discurso de un sector del Partido Popular se ha radicalizado tanto que cuando Pablo Casado sube a la tribuna de oradores de la Cámara Baja resulta difícil diferenciar si es él quien habla o el mismísimo Santiago Abascal, a quien los viñetistas de El Jueves han dibujado en su portada navideña como un Niño Jesús recién nacido, pero en plan Anticristo, o sea con piel encarnada, diablescos cuernecillos puntiagudos y un rabo amenazante. Escuchando las cosas que está diciendo Casado últimamente, nadie diría que durante un tiempo fue un estrecho colaborador y hasta un fiel escudero del prudente y centrado Mariano Rajoy. Claro que, visto cómo está cayendo el nivel político de nuestro país, y con la perspectiva del tiempo, el gallego de la retranca y los lapsus imposibles hoy parece un estadista moderado a la altura de Winston Churchill o Charles de Gaulle.
Frases pronunciadas por Casado como “o los inmigrantes respetan las costumbres occidentales o se han equivocado de país”; “nuestro Estado del bienestar no es extensible a todos”; o “la Hispanidad es la etapa más brillante, no de España, sino del hombre”, son una buena muestra de que al PP se le está yendo la pinza demasiado a la derecha.
El viaje de los populares hacia el mundo reaccionario de Mordor tiene una explicación fundamental: si el miedo al inmigrante vende y da votos en las urnas (ahí es donde radica el secreto del éxito de Vox, su fórmula mágica de la Cola Cola) hay que entrar como sea en ese nuevo mercado. Y vaya si ha entrado el bueno de Pablo. Lo ha hecho a saco y con todas las consecuencias, aún a riesgo de que lo tachen de xenófobo. Si su estrategia política resulta acertada o fallida, si su plan para evitar que el PP se hunda y quede reducido a una especie de ruinosa UCD del siglo XXI, solo el tiempo lo dirá. Pero de momento la decisión del presidente popular ya está tomada: o se muestra más papista que el papa, o es más facha que la competencia, o acaba engullido por los camisas azules. De ahí que un día arremeta contra el inmigrante que salta la valla de Melilla, al siguiente se desgañite pidiendo el 155 contra Cataluña y cierre la semana exigiendo que dejen en paz al Tío Paco. Cualquier día lo vemos manifestándose en el Valle de los Caídos y cantando aquello de soy el novio de la muerte. De entrada Aznar, sin duda el ingeniero genético del engendro Vox, ya le ha dado el visto bueno a la disparatada hoja de ruta del nuevo PP. Lo cual no extraña, teniendo en cuenta que el expresidente del Gobierno anda sugiriendo por ahí que el PSOE es un partido inconstitucional que debería ser ilegalizado. Mucho nos tememos que el exceso de pádel en verano traiga estas cosas. Los golpes de calor es que son muy malos.
Pero, más allá del postureo neofascistón en el que ha caído Casado, cabe preguntarse si entrar en esa loca carrera por captar el voto ultra no terminará provocando el efecto contrario, es decir, favorecer al propio Vox. Fue Jung quien dijo aquello de que todos nacemos originales y morimos copias. Casado, en su desquiciada deriva falangista, terminará convirtiéndose en un mal clon, en un ridículo doble al que se le verá la barba postiza, en un hombre duplicado, como diría Saramago, otro a quien por lo visto ya nadie lee. Y en ese proceso de abascalización progresivo y fuerte, Casado tiene todas las de perder, porque nadie compra una marca blanca pudiendo comprar el original.
Con todo, lo que sí demuestra el barniz color verde fosforito, casi marciano, que se ha dado Casado tras las convulsas elecciones andaluzas es que Vox ya hace política en el Parlamento. Y eso que todavía no han llegado.