Con la cantidad de estupideces que se están viviendo en la campaña madrileña –que ya saben tiene que interesar sí o sí a todos los españoles (como sucede con las cosas del independentismo- el hartazgo de los españoles con lo político, en general, alcanza magnitudes mucho mayores que en los tiempos de La Conspiración ansoniana. A diferencia de aquellos tiempos, donde era un todos contra el PSOE, ahora los insultos, las aberraciones intelectuales y las memeces de los asesores permiten una guerra de todos contra todos. Un estado de naturaleza, como diría Hobbes, donde sólo puede quedar el más fuerte. Y ese “más fuerte” nunca ha sido el pueblo, ni nunca se ha obtenido por medios democráticos.
En esto no vale echar la culpa, en mayor o menor grado, a unos u otros. Están todos embarcados en la misma guerra. Políticos de toda clase, medios de comunicación, asesores, empresarios y paniaguados de las redes sociales están disfrutando de una guerra espectacular sin ninguna finalidad lógica o beneficiosa. Unos por ser los más provocadores, otros por entrar a la provocación. Unos por dar aliento a distintos tipos de violencia, otros por intentar sacar tajada monetaria de la pelea. Si hubiese que establecer una gradación de culpables, sin duda, los medios de comunicación serían los mayores culpables.
Si tenían algún tipo de auctoritas la han perdido hace tiempo. Han dejado de ser informadores (con cierto sesgo ideológico, algo normal en una democracia pluralista) para pasar a ser instigadores de la pelea. Han olvidado la información y la verdad (frágil y fragmentada) para alentar la manipulación y la mentira. Por estar al servicio de los partidos, siendo en muchas ocasiones la cabeza de buque, y no en el control social de los mismos. No hace mucho se señaló en esta columna que desde supuestos medios de izquierdas se estaba dando pábulo a la derecha populista y a la extrema derecha. Del mismo modo que se ha señalado a todos los medios de derechas por mentir continuadamente o inventar procesos hacia un régimen totalitario. Las personas del común pueden tener la intuición de que los políticos, en general, les van a mentir y que las bravuconadas, al final, son cosas del espectáculo o de la campaña electoral de turno. Sin embargo, aún siguen teniendo –o hasta hace poco han tenido- en consideración a los medios de comunicación como portadores de certezas. Ahí, en esa confianza, es donde los medios han cometido la mayor traición, no sólo al pueblo, sino al sistema que dicen defender.
Políticos y asesores
Sin duda los políticos, con sus correspondientes asesores, también tienen un alto grado de culpabilidad –muchos pensarán que más que los medios- en este hartazgo y en la crispación ambiental. Desde la llegada de los populistas de diverso pelaje, el ambiente ha ido subiendo su calor. Los insultos, las amenazas, la chulería y los malos modos han pasado a ser un producto casi habitual del comportamiento parlamentario. Frente a esto, los partidos “normales” han reaccionado, en mayor o menor grado, mediante la imitación. Sin duda se está ante la peor clase política (en términos generales) de la historia democrática de España.
A ello hay que sumar que la fusión con supuestos tecnócratas –aquellos que piensan son más listos que los demás y deben estar en el poder- y asesores de medio pelo genera un contexto político de difícil catalogación, pero con la consciencia de no ser el más democrático. Una generación de españoles que han estudiado más tiempo, que no quiere decir de mejor forma, han tomado el control de los partidos y algunos medios elevándose por encima del resto de los mortales. Una aristocracia, muy platónica y por ende con ribetes absolutistas, que no permite el debate ya que lo que se afirma no sólo tiene un “poso científico” sino que es lo moralmente obligatorio. Si se fijan bien, entre todos los juntos hay un consenso enorme sobre lo fundamental, el posible debate queda en los límites de ese núcleo o en cuestiones menores y/o de forma. Un conglomerado de supuestos listos que, por eso mismo, tienen el deber de mandar y que los demás obedezcan. Todo ello aderezado por camarlengos y comunicólogos.
Y como en lo fundamental están de acuerdo (salvar el mercado a toda costa dentro del consenso capitalista), algo que se ve en la praxis política, no les queda otra buscar la diferenciación más patente en la bronca, en los procesos violentos, en lo agonístico, en caldear el ambiente o en corruptelas. Plantear una lucha antifascista en esta época es tan estúpido como plantear una lucha anticomunista. Señalar al otro como enemigo y no adversario lleva al hastío de una parte de la población y al enfrentamiento de la otra. El pluralismo lógico de cualquier democracia pasa a convertirse en un antagonismo feroz y reaccionario donde “el otro”, la alteridad, debe ser destruida y/o aniquilada. La campaña de Madrid, en su parte final, está siendo nauseabunda se mire por donde se mire, porque no hay una verdadera expresión de lo que une -más allá incluso del bien común que puede ser valorado desde distintas perspectivas-, sino de lo que desune. Los camarlengos de cada partido alegres porque colocan este o aquel mensaje, suben medio punto, o salvan al propio partido de fenecer. ¿Importa esto algo a la población?
El peligro
Por suerte en España no existe un peligro de radicalización de la población islámica como en buena parte de los países de Europa. No hay guetos de inmigrantes con su propia ley. Sí existe una España periférica que mira asombrada a los centros sin entender nada, aunque por suerte no hay nadie que se preocupe de esa parte mayoritaria con ánimos políticos –no, Casado con fachaleco y en tractor o Abascal a caballo no representan a la España periférica-. Por tanto, los dos mecanismos de activación de una posible revuelta contra las élites, desde el pueblo, no están activos por ahora un para cambio de sistema, aunque no sea en sus partes centrales. Los “autoritarios” que gobiernan en otros países no cambian el sistema al completo, sino que lo radicalizan. Al menos en las partes que les interesan. Orban o Fusaro no quieren destruir el sistema sino llevarlo a su terreno.
Sin embargo, ya que todo acontecimiento acaba produciéndose de forma aleatoria, esto es, mediante la conexión de distintos procesos que pueden parecer inconexos a priori, llevar al extremo parte del sistema, cuando la base del mismo (lo económico) está dañada, igual no permite una autorregeneración sencilla. Y en el momento menos esperado salte la chispa que encienda todo. Porque la mayoría de españoles, sin importar su credo, comienza a estar hastiado, cabreado, asqueado, “hasta los cojones” de todo lo que está pasando. Cuando hay un peligro pandémico, en vez de procurar la seguridad y la vida de las personas, toda la clase política está a sus cosas de políticos. A sus querellas particulares. Tragando con ciertos lobbies farmacéuticos. Llenando los bolsillos de empresarios que despiden a miles cada día. Y esto, por mucho espectáculo que intenten inocular, se acaba sabiendo.
Puede existir hartazgo con un partido político y se resuelve votando a otro. Pero cuando el hartazgo es con el sistema en sí, no piensen en fascistas, ni en comunistas, pero que algo malo puede llegar y con enorme apoyo podría ser. Si no comienzan a tomar en serio su trabajo, la tercera España –que crece cada vez más- acabará levantándose contra las otras dos. Hoy los llaman pusilánimes, veremos mañana. Porque las cosas, a nivel de calle y por muchas cañas que se tomen, no están bien. Y a diferencia de la clase política, los directores de periódico y los asesores, el pueblo sí lo siente… día a día.