La derecha a lo largo y ancho del orbe se ha caracterizado por presentar candidatos que, bajo el pensamiento conservador-liberal, ofrecían al pueblo el ideal meritocrático propio. Personas formadas en las grandes universidades (Oxbridge en Gran Bretaña, ENA en Francia o la Ivy League en EEUU, por ejemplo), con grandes valores democráticos y morales y el añadido de saber gestionar la cosa pública. Esto es lo que han venido vendiendo desde hace más de un siglo, cuestión bien distinta es la práctica que llevasen a cabo con errores o aciertos.
En España no han sido ajenos a ese espíritu del conservadurismo, a ese sentido de élite que merece gobernar. El primer gobierno de Adolfo Suárez en 1976 fue calificado como “gobierno de penenes” (profesores no numerarios). Manuel Fraga siempre se presentó como catedrático de universidad y gestor ministerial (aunque fuese bajo la dictadura). José María Aznar era un gestor autonómico además de inspector de Hacienda. Y hasta Mariano Rajoy, con su lenguaje inconexo, se presentaba como gestor ministerial y registrador de la propiedad. Gentes de la élite administrativa, política o empresarial lo cual les capacitaba para gobernar a las masas más incultas o menos legas. A otros niveles territoriales se presentaban así aunque hubiese más caciques, ineptos-corruptos o desguaces de tienta (como en casi todos los partidos).
Con el paso de los años, y gracias a las mejoras introducidas por los gobiernos del PSOE, la cuestión del mérito –siempre subjetivo- se ha ido igualando. Tanto como para que Ciudadanos añadiese que ellos además de élite social podían volver a grandísimos puestos de trabajo… no como los otros añadían. La realidad es que viendo el camino que llevan algunos, incluyendo a Albert Rivera, parece que esos puestos de trabajo tampoco eran tan maravillosos en todos los casos. Pero siempre entraba en juego esa distinción, esa jerarquización de la sociedad, en la que mandaban –cuando lo hacía la derecha- las personas más capacitadas, las elegidas, las esforzadas, las inteligentes. Normal, entonces, que los votos les llegasen por esos méritos pues es algo incardinado en la ideología conservadora de su electorado. Eran los mejores y debían gobernar frente a los rojeras.
Esto ha cambiado completamente. Desde que han visto que podían cambiar las cosas por la presencia de Pedro Sánchez, Pablo Iglesias, los independentistas u otros grupos, la ciudadanía que se identifica con la derecha ya no hace una valoración en términos de jerarquía natural y meritocrática, votan al que sea, por muy inepto y estúpido que sea. Si antes hacían un pequeño cálculo racional, donde lo sentimental siempre tenía algo que ver, hoy se dejan llevar por la mayor irracionalidad y se lanzan a votar “contra” los otros. No piensan que los suyos sean mejores –como pudo ocurrir con Aznar o Suárez, por ejemplo-, sino que los otros, eso es lo que les dicen en los medios de comunicación, son peligrosos y van a llevar a cabo una revolución totalitaria o montar un Estado soviético como poco. La realidad dice que están gobernando como podría hacer Ciudadanos o el PP bajo el contexto actual y el control de la Unión Europea, pero se vende otra cosa. Sí es cierto que en el pasado la izquierda votó a José Luis Rodríguez, pero no era inepto sino buenista y postmoderno –que no se sabe qué es peor-.
El votante de izquierdas sí es capaz, antes y ahora, de hacer una valoración racional de los candidatos y quitar el voto a aquel que no le despierta ninguna confianza o le parece un inepto. Igual no en la primera votación, pero sí en posteriores si es que se llega a dar el caso. Esto no lo hacen en la derecha actualmente. Se presentan candidatos ineptos, sinsorgos y/o asalvajados –aunque lo de la violencia siempre ha tenido su mística para los reaccionarios- que ni cumplen los requisitos de mérito (son unos chupatintas de partido), ni los de esfuerzo, ni los de capacidad jerárquica (sea por estudios y trabajo), ni los de capacidad demostrada. Pareciera, especialmente en el caso del PP, que eligen al graciosete, al que da un perfil mejor en televisión, al que es amigo del jefe sin seguir algún tipo de gradación, cuando no directamente a personas ineptas. Tal vez sea el actual producto de los partidos políticos españoles (porque fuera de España sucede menos) donde el que demuestra cierta inteligencia y capacidad –independientemente de sus estudios, de su clase social…- es apartado.
Piénsese que Pablo Casado, que venció a Soraya Sáenz de Santamaría por la unión de todos contra la “chuiquitilla”, colocó a Isabel Díaz de candidata (laminando al presidente madrileño Ángel Garrido, que le había apoyado) porque, más allá de ser su afectuosa amiga, se evitaba un peligro a su posición como presidente del PP. No eligió, ahora se vanagloria con la boca pequeña de otra cosa, a Díaz por su capacidad, mérito o inteligencia, sino porque no quería generar una baronía que le pudiese enfrentar. Paradojas de la vida, ha generado un monstruo que le puede acabar devorando de la mano de Miguel Ángel Rodríguez. Estos son dos personajes cortados por el mismo patrón y es lo que ofrece la derecha como alternativa. Ineptitud a raudales.
En el caso de Díaz ¿qué pueden decir los votantes de derechas que les ofrece la candidata salvo libertad y bajada de impuestos (que no les llegará a la mayoría)? Igual comparten con ella que libertad es igual a libertinaje o segregacionismo. Igual comparten con ella que libertad es tomar cañas y comprar por la noche –lo que, a diferencia de otras regiones, en realidad es una merma de libertad porque por una hora de cierre de diferencia, las personas tienen más tiempo para ellas-. Igual comparten esa visión identitaria de casticismo renegrido que necesita insultar al resto de los españoles para autoafirmarse –quien esto escribe es cuarta generación de madrileños en todos sus miembros y no piensa así-. Igual comparten que puede haber una democracia plena sin libertad. Igual piensan que la única libertad es que haya impuestos bajos -en numerosas dictaduras ha habido impuestos bajos, por lo que no existe correlación (ni relación) entre las variables-. Igual es que ni piensan.
Y no es porque el contexto de batalla campal en que ha entrado la campaña electoral madrileña sea un mecanismo de captación del voto –algo ayuda a la concentración, sin duda, haber planteado así la campaña (enorme error de la izquierda jugar a eso por cierto) y con unos medios asalvajados-, es que ya antes las encuestas mostraban que estaba aglutinando el voto. Los madrileños de derechas serían incapaces de explicar cuatro o cinco cosas que haya gestionado bien (de hecho igual ni saben que lleva dos años sin presupuestos autonómicos), pero es que tampoco podrían afirmar que realmente votan por la candidatura conjunta. ¿Pregunten a la mayoría de los que votan a la derecha los nombres del resto de miembros de la lista? Los más informados igual hasta les dicen tres o cuatro, por lo que no cabe la excusa del equipo. Cuando piden pensamiento crítico, como mecanismo de autonomía –frente a una supuesta heteronomía que tienen en la izquierda- para la consecución de la libertad del ser humano ¿por qué no se lo aplican? No es que sea un problema votar a un partido de derechas, eso está bien si lo considera adecuado, es que van a votar a una persona que no sabe de lo que habla, ni lo que hace.
También puede ser que, quien esto escribe, sea un optimista antropológico que espera de los demás un comportamiento basado en valores, racionalidad, emoción contenida y capacidad de juicio. Que espera un conservadurismo-liberal coherente con lo que dice defender y que elijan a los que estimen mejores. Pero si estiman que Casado, Díaz o Bonilla son los mejores que tienen, o el PP es un desguace o la capacidad analítica en España está fatal. Cierto que en otros partidos también eligen cada cosa que…, pero el votante de izquierdas sí que lo penaliza porque piensa en el bien común. Una derecha democrática no puede más que asustarse cuando una candidata afirma sin ruborizarse que el parlamento le tiene presa. ¿Qué quiere? ¿Hacer lo que le dé la gana sin rendir cuentas? Es que luego dicen que Sánchez hace eso como algo malo. Incoherencias sin fin. Votar por rabia nunca es bueno y elegir a ineptos con ideas locas tampoco.