Desde, al menos, la muerte de Juan Pablo II existe una lucha soterrada en la curia romana por mantener ciertos privilegios, en realidad por mantener el poder, y también entre las distintas corrientes teológicas para ver cuál de ellas influye más en la curia y el pontífice. Se cuenta que Benedicto XVI renunció a la mitra de san Pedro por no encontrarse con la fuerza suficiente para romper con ciertas dinámicas de poder en la curia, si bien se bastaba para impedir ciertas posturas postmodernas en lo teológico y lo eclesiológico. La elección de Francisco I fue reñida y no hubo cierto acuerdo hasta que el cardenal Angelo Scola pidió a quienes le apoyaban que votasen por el argentino para no dilatar más la elección. Una buena muestra de esas batallas internas que no sólo han sido de poder sino también “ideológicas”.
Francisco ha venido moviendo las estructuras, que parecían pétreas, en la Ciudad del Vaticano. Cambios en los dicasterios. Modificaciones en las prelaturas. Nuevos estatutos para la dirección de órdenes, prelaturas y asociaciones. Un intento de democratización y de movilidad en los principales cargos directivos. En lo teológico ha movido a la Iglesia hacia la evangelización y la identidad con los pobres y parias del mundo, mucho más que las cuestiones más sociopolíticas de sus antecesores. Las diferencias no son tantas en realidad sino que se pone el acento más en ciertas partes de la teología y la eclesiología que en otras. Todo ello ha sido visto como un triunfo por las posturas más “progresistas” o como una afrenta por las posturas más “conservadoras”.
Ahora, con la muerte del Papa emérito, parece que ambas facciones han recrudecido sus enfrentamientos. Respecto al finado, salvo excepciones, casi todos los artículos han valorado su capacidad intelectual y ese intento de conciliar tradición y renovación (algo que es patente en sus numerosísimos escritos), pero por el lateral del cuerpo presente han salido los puñales filosos.
Los más “conservadores” se han lamentado porque con su muerte se habría perdido el último pilar de la tradición católica, el último resquicio por evitar que el relativismo y la postmodernidad invadan la doctrina. El katejón desaparecería con Benedicto XVI. Los “progresistas” han aprovechado esta muerte para incidir en sus propias posturas: que si permitir la comunión a los homosexuales y divorciados; que si la incorporación de la mujer al clero; que si concebir en celibato como opcional, etc. En general, llevar a la Iglesia a confluir con lo terrenal en todos los aspectos postmodernos.
En los próximos tiempos, más en esta época sinodal, la batalla será mucho más cruenta. Desde ciertos posicionamientos “conservadores” –esos que llaman comunista al papa Francisco- sienten que están llamados a una lucha a muerte, si hiciera falta. Otros conservadores están más tranquilos, ejerciendo sus labores cotidianas y aceptando la infalibilidad papal (algo que criticó Hans Kung y por ello le quitaron la posibilidad de dar clases de Teología). Los sectores “progresistas” están también divididos entre quienes se mantienen en el posibilismo reformista (apoyando, por tanto, lo que viene haciendo el actual sucesor de san Pedro) y entre quienes (como ha demostrado el sínodo alemán) quieren hacer de la Iglesia una especie de protestantismo arco iris. Vayan preparando las palomitas.