Bajo el titular más académico de todos los que en esta columna se han pergeñado (ni un menosprecio velado es extraño, sin duda), no se esconde un análisis pormenorizado de los dimes y diretes de la clase política española. Esos mismos que desde los aparatos ideológicos en el Estado se proyectan hacia las masas (que no ciudadanía) es busca de una disyunción social que jalee o se grite en el agonismo propio de aquellos partidos que poco o nada tienen que ofrecer al bien común.

Surge este análisis, cabe expresarlo pues quien escribe no es un ente á la santo Tomás, de un cruce de lecturas durante el fin de semana. Por un lado la obra de Jacques Maritain, El hombre y el Estado (Ediciones Encuentro, pág. 41 y ss.) y un artículo de Robert Lazu Kmita, “Hanna Arendt y la desaparición de la autoridad”, con el que se discrepa en ciertos aspectos pero que ha servido para dar paso a la siguiente reflexión sobre la soberanía, la autoridad y la legitimidad. Conceptos prostituidos en la política actual (incluso en las ciencias sociales y humanas) con la intención de engañar a las masas (se insiste que no a la ciudadanía pues algo así parece no existir en España) y llevarlas “al huerto” de la política de fango y bajeza moral.

Soberanía

Hasta el hastío están las masas de escuchar hablar a la clase política de la soberanía nacional, la soberanía popular, el soberano o lo que se tercie respecto al concepto. Como bien dice Maritain en el texto citado anteriormente, hay que mirar hacia la concepción del término soberanía para saber que no significa lo que habitualmente se quiera hacer pasar por ello. Soberanía es poseer el poder absoluto, por encima de las leyes (naturales o humanas). No hace tanto tiempo Giorgio Agamben fue claro al hablar, en su libro Homo sacer (Pre-Textos), en términos parecidos a los del pensador francés.

De lo anterior se deriva que ni el pueblo es soberano, ni existe una nación soberana, ni un soberano humano en nuestro país. Cuestión bien distinta es que alguno (o algunos) se crea soberano por encima de las leyes y capaz de hacer que su voluntad sea ley o acto a realizar sin réplica alguna. Se asimila soberanía a imperium (no miren la Wikipedia porque comete este error típico), que no es más que tener el poder (que lo pueden tener pero, en los Estados democráticos actuales, siempre limitado), y se piensa que “ancha es Castilla”. Cabe una amnistía reducida a un grupo selecto, no ad hominem como suelen ser. Cabe hacer leyes contrarias a la biología humana y se dan por verdad. Cabe perseguir a la ciudadanía desde la Administración y se dice que es por el bien común.

No hay una soberanía popular, por tanto, ni representada en el Parlamento, ni con ansias nacionales, ni con ganas secesionistas. Existe, como mucho, encajándolo con fórceps, una voluntad popular representada. Algo que sería así si los programas se cumpliesen a rajatabla (en algún caso si existiesen esos programas, el PP se ha presentado sin programa en algún lugar), si las campañas mostrasen hasta dónde se va a llegar en negociaciones, o si no se manipulase constantemente a las masas y existiese un debate racional, cuando menos. Al no existir nada de eso, lo que hay es una cesión a unas instituciones políticas (partidos) de un mandato para gobernar, a veces bajo un programa electoral. Gobernar no hacer lo que se desee o se entienda necesario para conservar el poder.

Autoridad

Cabría al menos pensar que la clase política tiene autoridad. La perversión de este ha sido escandaloso a lo largo del tiempo. Asimilado a poder legítimo (Max Weber arruinó toda posibilidad de recuperar su sentido clásico), se ha perdido su concepción original que tenía más que ver con la influencia que con el mandato. Lazu Kmita, en el artículo citado, habla que Hanna Arendt afirmaba que la autoridad no existe desde la irrupción de la modernidad al haberse perdido el sentido religioso del concepto (o parte de él). Curioso que quien afirmó que, para solventar los problemas de los seres humanos, habría que tomar los prejuicios de cada uno y llevarlos a su nacimiento para ver cómo no son tan fundamentados como se piensa, ahora no acuda al comienzo del concepto. Acierta al decir que no existe la autoridad pero no por motivos religiosos, sino por motivos de la acción (eso a lo que tanta importancia concedió ella misma).

Lo religioso siempre ha estado más vinculado al carisma. Así lo dice san Pablo en su Epístola a los Romanos (I-1): “Pablo, siervo de Jesucristo, apóstol por la llamada de Dios, elegido para predicar el evangelio de Dios […] Jesucristo nuestro señor por quien hemos recibido el don del apostolado, para conseguir en honor de su nombre que obedezcan a la fe todos los pueblos”. Es el carisma lo que concede a los apóstoles y luego a sus sucesores (carisma hipostatizado) la facultad sobre el sentido religioso de la vida. No hay autoridad aunque algunos religiosos y laicos sí obtendría a lo largo de su vida esa auctoritas. Ergo lo religioso, aunque influyente en la pérdida, no es en sí lo principal.

Autoridad proviene del latín auctoritas, que proviene a su vez de auctor y este a su vez de augeo. Por tanto tiene autoridad quien es autor, creador, conocedor y le es conferida no por un alumbramiento del alma sino por un reconocimiento del otro o de los otros. Es una distinción individual (paradójicamente la concesión más individual se ha corrompido en colectiva). Cicerón igual no tenía poder pero sí autoridad. Como le podría pasar a Arendt. Bien es cierto que esa autoridad primigenia de un auctor se acabó traspasando a instituciones por él o ella creadas. Lo simbólico acabó dominando a lo material.

Ustedes podrían preguntar, “si es una condición de la autoridad el ser concedida, cualquier político la podría tener ¿no?”. No. Como se dijo antes, la autoridad se basa en la acción y nada hay más importante que no incumplir el principio de no contradicción para ser investido con la autoridad. Si un maestro hoy explica una cosa y mañana la contraria dándolas por verídicas ambas, no tendrá autoridad alguna. Lo mismo sucede con la clase política. No puede ser que esto y su contrario sean verdad y tengan validez. Si algo es delito lo es hasta que cambien las leyes o las convenciones (y no tienen por qué cambiar a la vez). Si Junts eran malos y sediciosos ayer, hoy no pueden ser unas almas puras con las que negociar amnistías (olvidar los delitos que siguen siendo), o charlar pues siempre han tenido su sentido democrático.

Una vez que el resumen, muy resumido, sobre el concepto parece que clarifica algo ¿cabe hablar de autoridad en el caso de la clase política?, cuando menos para actuar más allá de las leyes o del sentido común. Pocos o casi ninguno de quienes dicen representar a los españoles poseen auctoritas (en esto tiene razón Arendt y el autor del artículo). Y aprovechando que Enrique García-Máiquez va a publicar un libro sobre la nobleza de espíritu, algo muy relacionado con la autoridad, tampoco se observa que la clase política posea esa virtud. No pueden, por tanto, apelar a la autoridad para no observar las leyes, los usos y las costumbres.

Legitimidad

En Ciencia Política (la de verdad no la que se ve en algunos platós de la sociedad espectacular) la legitimidad es aquella acción que es de acuerdo a las leyes, las tradiciones o las convenciones. De ahí que existan diversos tipos de legitimidad ligadas a distintas fuentes sociales y políticas. Una legitimidad moral estará vinculada a la tradición o la convención (lo que se entiende en términos generales como Bien Común, por ejemplo), una legitimidad política a las reglas establecidas…, siempre sin incumplir la ley o la ética/moral.

Un presidente del gobierno está legitimado a gobernar en favor del bien común sin saltarse la ley, sin prostituirla, sin obtener ventaja particular. La oposición está legitimado a oponerse sin mentir, sin doblegar lo legal y sin sobrepasar las convenciones. Es decir, no vale todo (algo que también reclamaba Maquiavelo, a quien se ha leído mal). ¿Cabe superar el estado de cosas? Por supuesto, de no ser así las sociedades no habrían avanzado. Lo legítimo no impide la contienda sino que la canaliza, más cuando personas con autoridad son los rostros visibles de ese enfrentamiento. Lo que no es legítimo es ocultar los cambios por la puerta trasera, falsear el lenguaje, inventar noticias, prostituir las convenciones, o creerse soberano cuando tan solo se es un pequeño emperador contemporáneo.

¿Qué queda hacer entonces? Sin duda la resignación en espera de tiempos mejores es una opción muy válida. Tampoco rebelarse ante el estado de las cosas es algo a rechazar, aunque tiene el problema de poder ser asaltado por las hordas políticas que intentarían apropiarse la rebelión. Como quien esto escribe carece de autoridad tampoco cabe hacer mayor recomendación sino tan solo dejar por escrito que las palabras no son lo que nos dicen que son. Las manipulaciones están a la orden del día y es conveniente que cada cual valore las leyes (la Justicia no se salva de cierta prostitución), las costumbres-tradición, las convenciones sociales, los principios éticos y políticos que se dicen defender o el sentido religioso de cada cual para valorar qué hacer o no hacer. Algunos seguirán protestando o señalando la carencia de legitimidad de algunas propuestas, porque se aprovechan de la bonhomía de las personas.

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