En estos tiempos de diversas tribulaciones sería importante juntarse para pensar —sí, eso tan raro que diferencia a los seres humanos de los meros animales— si España posee una constitución interna. Ese algo que permite dilucidar si los cambios introducidos, las acciones de los políticos y/o las imposiciones ideológicas de las élites globales son contrarios o no a esa constitución interna de los españoles.

¿Qué es la constitución interna? Aquello que para los españoles, sin tener en cuenta dialectos y tradiciones locales, es lo básico de la acción cultural, social y política. Esas tradiciones (las tradiciones no son malas en sí) que han pervivido a lo largo del tiempo conformando el ser español con sus diversas adaptaciones temporales. Porque lo tradicional no es rigidez sino mantenimiento. En un tiempo de obsolescencia programada esto igual no se entiende, pero es algo que acaba formando el núcleo cultural de una cultura dada.

No es la intrahistoria de Miguel de Unamuno. Esto es más las historias de esas personas que no aparecen en la Historia, esa corriente histórica que es constantemente puesta al margen por diversos intereses, sean políticos, económicos o sociales. En algo se relaciona con la constitución interna pero no lo es en sí. ¿Qué hace que los españoles sean españoles? ¿Cuál es su idiosincrasia más allá de ideologías y politiqueos? ¿Cuáles sus instituciones (en el amplio sentido de la palabra) históricas? Algo así como las viejas libertades, el carácter común frente a los poderosos, etc. Todas esas costumbres, usos y modos, en resumen, que acaban informando a la positivación del derecho y de la política.

Realmente no se puede ofrecer una respuesta concreta desde esta columna. De ahí la necesidad de juntar diversas mentes brillantes de diversos ámbitos para llegar a discernir cuál es esa Constitución Interna de España. Porque es evidente que existe un enorme malestar en cualquiera de las capas sociales, de los localismos varios, de las economías pequeñas y medianas… Un malestar español del que se tienen, más o menos, claros los causantes, pero sin saber qué somos los españoles en sí es complicado hallar solución a nuestros males.

Alguna intuición, que se aleja del buenismo (del de Gustavo Bueno y sus esencialismos materializados y de los otros), sí que existe. En general, el español cree en la Justicia social. No gusta de ver a personas que viven de mala forma, eso sí, tampoco quiere regalar nada sino que junto al derecho exista un deber. Tampoco el español es muy amigo de que el poder político se meta en sus cosas. Es un tanto ácrata a ese respecto. Entiende que debe haber un poder que evite que nos matemos unos a otros, que derive dineros a educación, sanidad, pensiones, ejército y poco más, pero hasta ahí. Que no intente cualquier tipo de ingeniería social (da igual el color, todos lo hacen), ni esté introduciendo moralismos (inventados o foráneos) para la conducción de la vida. La moral, con su fuerte conexión con el cristianismo y la racionalidad, debe surgir de abajo, de la comunidad.

Tampoco gustan esa clase política, sindical, empresarial o cultural que tan solo se mira al ombligo y vive por y para sus cosas. Prefiere unas cortes donde haya bronca, debate y defensa de las distintas capas sociales sin estar entregados al jefe de partido. De hecho, como han mostrado siempre los niveles de afiliación a partidos y sindicatos, son bastante reacios a organizaciones fuertemente oligárquicas. Entienden que los de abajo tienen el derecho y el deber de controlar a los de arriba. Poco más se puede discernir desde la individualidad. Seguramente a muchos de ustedes se les ocurren más cuestiones que conforman esa constitución interna.

Lo que es evidente, sea lo que sea lo que acabe conformando esa interinidad española, es su necesaria puesta en escena y en práctica. El malestar, difuminado por ese carácter ya de pasotismo ciudadano, está ahí y está siendo utilizado por hunos y hotros para sus propios fines particulares o los de los amos del cortijo global. En esto no hay diferencias ideológicas, salvo en el caso de los muy ideologizados y perdidos para cualquier tipo de mecanismo consensual. Lo que somos lo somos por encima de consideraciones de facción. Mucho de lo que la clase dominante está introduciendo en el debate, incluso con su componente estético, es parte de una guerra silenciosa para destruir la cultura propia. Gracias al discernimiento común sobre esa constitución interna se podrá o no presentar batalla. Nos jugamos mucho.

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