Antes de comenzar a leer se recomienda quitarse los prejuicios o el sesgo cognitivo de encima. Por mucho que alguno de los mencionados, sea persona o partido, lo consideren como de “los suyos”, no dejan de estar implicados en esa desafección que cada vez más se extiende entre la población española. Da igual que se consideren de derechas o de izquierdas, si han votado muchas veces a este o aquel partido, independientemente de la autorreferencia vital y política que se tenga, hay algo cierto: cada vez más españoles se sienten abochornados y cansados de la clase política. En su conjunto. De toda ella. De los feos y los guapos. De los chillones y los callados. De los hombres y las mujeres. Y esto, por mucho que en las oligarquías partidistas se lo tomen a broma, es algo grave, muy grave.

Desde hace dos años, las encuestas del CIS vienen mostrando que la población percibe como uno de los principales motivos de queja y preocupación a la clase política. Una desafección que cada vez es más palpable al nivel de calle, redes sociales o cartas al director. Que ninguno de los políticos acabe aprobando en valoración –si se tiene en cuenta que los propios siempre van a votar mucho mejor que los contrarios y, dependiendo del apoyo, algunos deberían llegar al aprobado sin dificultad- no es asunto baladí y es clara muestra de un más que consolidado retiro de la auctoritas a la clase política en general. Esa pérdida de autoridad –que no se debe, ni puede confundir con tenencia de poder- es parte de la pérdida de confianza no sólo en la clase política, sino en las propias instituciones democráticas. Y como ha demostrado la historia, y sigue demostrando, sin confianza en la democracia se abre la puerta a los monstruos autoritarios.

Lo anterior ya se producía antes de la pandemia, de las nieves y de las demás estolideces que vienen rodeando a la política espectáculo desde hace tiempo. El problema es que ahora se ha hecho patente la incompetencia de la clase política, no sólo para gestionar, sino para acordar en momentos tan graves. Todos acaban mirando a ver si le salen las cuentas para seguir en el cargo en las próximas elecciones. Todos anteponen el beneficio individual/partidista a la gestión y el bien común. Todos prefieren echar la culpa al otro en vez de asumir y corregir las propias incompetencias. Y eso porque los propios medios de comunicación se han vuelto partidistas y participan del mismo arrebato que las cúpulas de los partidos. Si uno lee, escucha o ve medios de derechas pareciera que todo lo que hacen a ese lado es perfecto; si hace lo mismo con los de la zona zurda lo mismo. Pero ese embaucamiento ya no resulta efectivo, la credibilidad de políticos y periodistas no dista mucho. No se les cree.

Todo ello porque, al final, la propia materialidad de las cosas, que es la que sufre en carne propia la ciudadanía, puede más que las campañas publicitarias a las que está acostumbrados en las altas esferas políticas. El señor que ve que no han quitado la nieve de su barrio, ni han recogido la basura diez días después no puede creer a Pablo Casado y adláteres, ni aunque se lo diga el ABC. Lo mismo sucede con lo que puede pensar una señora en un ayuntamiento gobernado por el PSOE y Podemos, que haberlos haylos. Cuando una madre joven acude a pedir el IMV y le ponen mil impedimentos (como fotocopias en color) y no le conceden la prestación (pues no hay dinero), por mucho que le diga Pablo Iglesias que eso es lo mejor que se ha hecho en España, no se lo cree. Como tampoco creen a Pedro Sánchez en otras gestiones gubernamentales o a Santiago Abascal cuando suelta alguna bravuconada. De hecho, ya ni los muy fervientes nacionalistas creen a los propios independentistas. La pandemia y la nevada han hecho ver que la clase política va desnuda.

Sin capacidad para llegar a acuerdos en favor del bien común, por una decisión individualista –porque de ideológico hay poco-; con medios de comunicación entregados a la batalla partidista; y una crisis económica más grave de lo que se piensa, se genera un caldo de cultivo propicio para la llegada del autoritarismo. Porque la democracia, esa que dicen defender todos, se va debilitando por culpa de no asumir esa clase política los valores democráticos. Que no son el consenso, sino la capacidad de acordar en beneficio de todos, la capacidad de debatir sin insultar, el respeto por las leyes (o el cambio acordado de las mismas si se ven que son ineficaces), el respeto por la verdad (por difícil que sea descifrarla), el medio y largoplacismo y tantas otras cuestiones que no se observan en la clase política.

Por muchas redes sociales que sean verdaderos lugares del odio y la frustración que existan, en la realidad palpable de la cotidianeidad de las personas (y los políticos son personas o deberían serlo) hay sufrimiento, hastío, cansancio, cabreo y escepticismo ante una clase política que se muestra incapaz de gestionar (si no son listos al menos que gestionen) y/o de mirar por el bien común sin estar pendiente de la última encuesta, la tontería del asesor o el ver qué se puede ganar individualmente. Cierto que algunos partidos son felices en la bronca continua por sus propios mecanismos de acción política, pero no lo son todos. Cierto que los medios “venden” más con esa bronca. Pero igual pueden pasar a no vender nada, o no ser nada. Ya la ciudadanía les ha tomado la matrícula y no deberían creerse seguros en sus posiciones sociales. No sería la primera vez que llegase algún descerebrado y le pusiesen al mando.

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