Mientras todos le doraban la píldora, sin necesidad de recibir subvenciones, y se subían al carro de la nueva religión política, el progresismo, aquí, en este mismo diario, se contaba que Pedro Sánchez era la encarnación perfecta de dictador postmoderno. Mientras miles de votantes y militantes aplaudían con las orejas y cada vez más fuerte, incluso peleándose con el de al lado para aplaudir más y más fuerte y ganar el trofeo del pelota más grande que ha parido madre, aquí se contaba todo sobre la personalidad autoritaria del general secretario del PSOE. Al trujillismo sanchista solo le han faltado unas hermanas Mirabal, aunque no se descarta que en el siguiente Congreso Federal hagan su aparición.
Sánchez no ha dejado nada al albur de los acontecimientos. Cuando ha hecho falta le ha sobrado tiempo para perseguir periodistas desde su mismo comienzo como dictador postmoderno. Prometió el partido con mayor democracia interna de la historia del PSOE y en realidad lo ha convertido en una plataforma personalista sin elementos representativos —esa ficción que se califica de democrática— cuyo funcionamiento interno se asemeja más a oscuros tiempos bolcheviques y soviéticos. El aumento en la idiotización de la militancia no ha sido algo no pensado y elaborado en Moncloa, bien al contrario sus esbirros han generado un sistema en el que pensar y tener sentido crítico dentro del partido ha pasado a ser fascismo, mientras que decir sí a todo es la pureza del socialismo.
¿Qué esperar de un ser amoral cuyo único principio vital es la propia gloria sin importarle nada de lo que suceda a su alrededor? El dictador postmoderno, que es Sánchez, sigue utilizando la presión social, el miedo y la política policial (por otros medios) para acallar las posibles voces discrepantes en el seno del partido… y en la propia sociedad civil. Ahora el dictador postmoderno controla las redes sociales, legisla contra la libertad de pensamiento (ergo la de expresión) e impone su religión política como dogma de fe que no puede ser discutido, salvo que se quiera caer en la herejía y, como los protestantes y puritanos, perecer en la hoguera social. Porque Sánchez no deja de ser un puritano protestante, como lo es toda esa progresía nacida de los pechos del academicismo estadounidense trufado de franchutes descreídos.
No es de extrañar que haya subordinado el parlamento a sus intereses particulares y como no puede someter al senado lo tenga aislado y reducido a un órgano en metástasis política. Por ello se puede permitir decir en el Comité Federal celebrado el pasado sábado que «vamos a avanzar con determinación con o sin apoyo de la oposición, con o sin un concurso de un poder legislativo que necesariamente tiene que ser más constructivo y menos restrictivo». Dicho en otras palabras, actuará según le apetezca aunque no disponga de mayoría parlamentaria. Algo que sería posible en un sistema presidencial —e incluso en ese tipo de sistemas hay restricciones al uso del ejecutivo—, pero nunca en uno parlamentario. En su cabeza eso es lo perfecto, es lo que le nace porque al final del camino es un dictador narcisista, como todos los dictadores postmodernos.
Ante las críticas, que las hubo en el comité federal, nada mejor que distribuir la intervención del presidente de la Generalitat, Salvador Illa, para aparentar que el acuerdo es lo mejor de lo mejor y que, esencialmente, los militantes lo repitan, lo asimilen y tengan claro que no hay más verdad que esa. A ello súmenle todos los artículos escritos por los medios sobrefinanciados por Moncloa para hacer de menos a Emiliano García-Page, quien acertó a solicitar que mostrasen el acuerdo si tan bueno es a toda la militancia. Un acuerdo que nada tiene que ver con el filtrado a los medios afines, sobre el que se modificaron algunos párrafos y que nunca ha sido hecho público. Un acuerdo que muestra la perversidad del sanchismo que se atreve a criticar la gestión de los demás cuando la propia, véase Renfe o Correos, está tan dirigida a beneficiar a empresas privadas como las del PP. Porque, no se engañen, el capitalismo de amiguetes no tiene color político.
Quien ha llegado mentir sobre documentos internos (véase aquí) puede mentir sobre lo que haga falta porque “su” partido, porque es suyo de su propiedad, está tan idiotizado que le aplaudirían hasta que les condenase a todos a un campo de concentración. ¿Qué tiempos en los que Luis Gómez Llorente advertía de las derivas liberales y de falta de democracia interna del dúo González-Guerra (aquello era el nirvana democrático comparado con lo actual); cuando Antonio García Santesmases afirmaba que las encíclicas de Juan Pablo II eran más izquierdistas que las políticas del felipismo; cuando Joaquín Leguina y otros barones pedían explicaciones por los negocios de los familiares de miembros del gobierno? Eso es lo que comenzó a destrozar José Luis Rodríguez Zapatero —aquel José Blanco afirmando que él había hecho los estatutos y era el único posible intérprete de los mismos— y lo ha rematado su hijo putativo, al fin y al cabo salió del grupo de apoyo al zapaterismo, los renovadores por la base.
No quiere que nadie le moleste, ni en el partido —por eso va a iniciar la purga en el futuro Congreso Federal—, ni en España, ni en ningún sitio. El problema es que allende las fronteras españolas es visto como un mierdecilla que hoy dice una cosa y mañana otra, incapaz de mantener la palabra dada y que actúa cual esbirro del poder militar y económico, decadente pero poder, de Estados Unidos y sus satélites europeos. Un dictador postmoderno que pretende que cada uno de los ciudadanos, con campañas de lavado de cerebros sumadas a limitaciones de la libertad de pensamiento, sea como una ameba. Todo aquel que le critique, como hacen todos los dictadores, son deshumanizados inmediatamente como fascistas, ultraderecha o cualquier estupidez que se acaben inventando.